
Una de las mayores sorpresas que tengo continuamente en mi relación con Coco es su inexpresividad facial. Sí salta de alegría, mueve su rabito, tuerce la cabecita cuando le hablo, se agacha cuando la regaño... pero su carita, sus ojos y boca, están siempre igual. Y sólo en ese momento es cuando soy consciente de que es una perra. Aún así a veces la miro y remiro intentando averiguar si está triste o sonríe. Vaya usted a saber si mi problema con Coco es precisamente ese, que la trato como a una persona, y de ahí viene todo el lío.
Yo, de momento, me voy a poner en manos de Jorge Pineda, que es quien más sabe de rostros, para que, mirándome él, me ayude a mirarme a mí misma y ver. Voy a conocer en primera persona su método Zen Visage, algo así como el rejuvenecimiento facial sin cirugía, para después poder promocionarlo, porque creo mucho en este sistema, en este hombre y en su madre. Estoy segura de que ella le está cuidando desde allá donde estén las personas que se mueren y estoy absolutamente convencida de que, con su ayuda, va a ser un éxito. Jorge ha desarrollado este sistema a partir de sus propias experiencias en yoga y otras disciplinas orientales y las enseñanzas de su madre como esteticien, que a su vez lo aprendió todo de una maestra japonesa. Yo no la conocí nunca pero siempre estuvo muy presente en la vida de Jorge, incluso ya fallecida. Recuerdo que Javier Esteban me contó que cuando visitaba a Jorge en su casa de Pozuelo, a donde a veces también iba mi primo Polo -yo sólo estuve una vez allí-, presidiendo la habitación había un gran jarrón con las cenizas de su madre. Javier le insistía en que debía sacarla de allí y buscarle algún lugar bonito. Y le convenció. Un día quedaron y Javier fue a buscarle con el coche. Viajaron hasta un monte cercano, y debajo de un maravilloso arbol enterraron sus cenizas. Después Javier le acercó a su casa y se marchó para el aeropuerto, porque volvían de Venecia Nicoletta y las niñas. Y de camino empezó a oir un ruido extraño, clonc, clonc, clonc, cada vez que aceleraba o frenaba. Iba con prisa así que hasta no llegó y aparcó no empezó a buscar el origen del ruido tan molesto. Y lo encontró. Allí estaba la urna que Jorge, con las prisas y el despiste que siempre tiene, había olvidado. Vacía, claro. Pero allí estaba. Y Javier a punto de recoger a su mujer y a sus hijas no sabía qué hacer. Finalmente se acercó a una papelera y la metió como pudo. Pero como siempre nos vigilan, en cuanto él se ajeló de allí se acercaron dos policías, con perro y todo, a ver qué había dejado. "¿Qué hiciste?", le pregunté ansiosa. "Nada, eché a andar sin mirar para atrás, que me llamen si es que he hecho algo mal", me contestó él. Claro, ¿qué hay de malo en eso? Bueno, no se qué diría Jorge. Es mejor que no sepa dónde terminó la urna de su madre.